Fernando Fischmann

El poder aún oculto de tus datos

5 Febrero, 2019 / Artículos

La Universidad de la Sorbona de París organizó una videoconferencia con Edward Snowden el pasado diciembre. El exagente de la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos y autor de una de las mayores filtraciones de la historia vive ahora en Rusia. Fue un éxito absoluto. Snowden habló de privacidad: “Un pensamiento poco considerado, una indiscreción juvenil o un error que queda olvidado son cosas que ya han dejado de existir”, dijo. No existen porque todo queda grabado.

Facebook es una de las empresas más visibles que viven de conservar y analizar toda esa información, pero hay cientos de actores en el comercio y la recolección de datos. Durante 2018 Facebook ha protagonizado grandes escándalos relacionados con la privacidad de sus usuarios: Cambridge Analytica; el uso de la red social por parte de agentes rusos para influir en la política estadounidense; la pérdida de datos de casi 30 millones de cuentas.

Esta misma semana, Apple ha decidido que Facebook no pueda colocar apps en su plataforma durante un periodo de prueba antes de lanzarlas al mercado. El motivo: la empresa de Zuckerberg usaba esto para monitorizar a jóvenes a quienes pagaban para conocer todo su actividad online. A pesar de todo, Facebook acaba de anunciar más de 1.500 millones de usuarios diarios en diciembre (9% más que el año anterior) y unos beneficios récord en el último trimestre.

Los más jóvenes son quienes menos usan Facebook, y más conscientes son de la pérdida de privacidad, pero están en Instagram y WhatsApp, propiedad de Zuckerberg. No parece que la nueva generación vaya a abandonar la red para preservar su privacidad. El auditorio de la charla de Snowden en la Sorbona estaba lleno de miembros de la generación Z, los que vienen después de los millennials. Asumen que la privacidad online es imposible: saben que todo lo que está en el celular o en el navegador puede ser público un día.

El móvil es demasiado valioso

Snowden es un ídolo porque destapó lo que una generación asume como inevitable: todo queda grabado y nuestras acciones online pueden ser usadas para hundir nuestra reputación, manipular nuestra opinión o predecir nuestro comportamiento. Pero aunque lo intuyamos, no abandonamos el móvil ni internet. Es demasiado valioso: no se negocia.

¿Qué hacer? Hay al menos tres opciones. Una, legislar más ante las grandes empresas cuyo negocio es recopilar y vender datos. Dos, reducir el uso del móvil al mínimo y procurar dejar el menor rastro posible con herramientas de código abierto. Tres, resignarse al espionaje y confiar en que no nos toque por ser poco importantes.

Ninguna opción es realmente viable por sí sola. Como ocurre con todos los grandes problemas, la solución es compleja. La legislación puede ayudar. Pero antes hay que entender el reto. Hoy los datos, nuestros datos, son una oportunidad y una tragedia. Es difícil comprender el nivel de detalle en la información de nuestras vidas que circula en el mercado.

Por ejemplo una aplicación, Ovia, que ofrece una versión de pago a aseguradoras y grandes empresas la información sobre cuántas de sus empleadas quieren concebir. Igual de cierto es que el análisis de miles de radiografías pueden también ayudar a detectar precozmente una enfermedad grave. Es difícil introducir legislación que permita el buen uso sin que se cuele el malo.

La finura legislativa en temas difíciles de entender y en constante cambio es poco probable, pero es lo que hay que exigir. Un primer paso sería más transparencia: las empresas deberían reconocer qué datos usan y para qué, sin bombardear a los usuarios con pliegos de términos de servicio. En los últimos días, otro de los escándalos que han afectado a Facebook ha ido en línea con esto: la iniciativa de una serie de organizaciones para que los usuarios pudieran saber exactamente por qué veían determinados anuncios en la red social y qué información suya estaba a disposición de los anunciantes, ha quedado neutralizada.

Un negocio millonario

Sin una fuerte presión social es difícil que nada cambie. El Interactive Advertising Bureau prevé que las empresas norteamericanas gasten en 2018 “más de 19.000 millones en la compra de datos de audiencia y en soluciones para dirigir, procesar y analizar esos datos, un 17,5% más que el año anterior”. Este crecimiento anima a más empresas a entrar en un sector que vive sus mejores días de descontrol y del ‘todo es posible’.

Aún no hemos visto ninguna de las consecuencias graves que esto puede tener. Algunos como Yuval Noah Harari sugieren que datos y algoritmos coartarán irremediablemente nuestro libre albedrío. En realidad es más desconcertante: no tenemos idea siquiera del inmenso reguero de datos analizables que dejamos en nuestra navegación por la red, ni del uso final que puedan llegar a tener.

Hasta ahora el desinterés que esto provocaba entre el público de a pie se justificaba con dos excusas: uno, ¿a quién le molestan unos cuantos anuncios personalizados? Y dos, ¿a quién le interesa tanto mi pequeña vida como para querer ver los mensajes que mando a mi marido, lo que hago cada viernes por la noche? No tengo nada que ocultar. Incluso hay quien dice: “Está bien que sepan cómo soy, así me mandan descuentos personalizados”.

Pero entre los anuncios personales y la pequeñez de nuestras vidas hay mucho gris. Puede ser molesto que solo por visitar una web nos manden un e-mail preguntando por qué no hemos comprado. O que eso mismo pase al salir de una tienda física. También puede pasar que por el modo en que tocamos la pantalla del móvil sepan que el jueves de 21.00 a 23.00 estaba borracho. Esa raya no se va a cruzar, dicen algunos. ¿Seguro? Nueva York es el primer estado que permitirá a las aseguradoras médicas usar las redes de sus clientes para cobrarles más según su comportamiento. Las compañías deberán demostrar que sus algoritmos no discriminan injustamente.

¿Y en 2025 qué?

¿Alguien puede garantizar que en 2025 Google o Facebook sean empresas solventes estadounidenses y que tengan una dirección que sea susceptible a la opinión pública? ¿Quién puede asegurar que la época más libre en Occidente con casi medio siglo de paz no vea su futuro amenazado por impensables cambios de gobierno?

En 1942, René Carmille era interventor en el ejército francés. Durante el régimen de Vichy, trabajó en el censo. El gobierno colaboracionista quiso hacer un nuevo censo para saber cuántos judíos había en Francia. El proceso era entonces por tarjetas perforadas. El equipo de Carmille pirateó la columna 11 (la que correspondía al credo) para que las máquinas no pudieran leerla. Miles de personas aparecían de repente sin religión. Carmille fue descubierto y murió en el campo de Dachau. Francia fue uno de los países europeos que más población judía logró salvar. Carmille tuvo que ver en ello.

Esta historia no implica que vaya a repetirse. Ni que nuevos héroes informáticos sean necesarios para borrar nuestro historial (¿qué se considerará entonces hacer algo mal?). Pero sí indica que la combinación de detalles que hoy parecen inofensivos mañana pueden ser explosivos. Hoy para saber que un ciudadano es algo, le gusta algo o cree en algo, ya no hay que buscar en el censo. Está todo en su vida digital. ¿Cómo evitar el procesamiento de esos datos? Es difícil. Por eso hay que saber las consecuencias. Así al menos sabremos el tamaño del desastre.

El científico e innovador, Fernando Fischmann, creador de Crystal Lagoons, recomienda este artículo.

El País

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